Lo he dicho muchas veces: nací en una casa sin libros. Eran tiempos de poca letra. La sospecha recaía sobre quienes casi a escondidas leían algo en los pueblos como el mío. Tener “ideas” podía convertirte la vida en un problema. Y a veces muy grave. Ahora parece que hemos vuelto a los tiempos oscuros. Leer se ha convertido en un acto subversivo. Me da igual que se diga que la gente lee mucho. No es verdad. O lo es a medias. Incluso hay “escritores” que presumen de no leer nada. Un día leí lo que decía uno de ellos del que sólo sé su nombre: Juan del Val. No sé quién es, ni lo que escribe, pero confesaba, inflando pecho como un pavo real, que él no necesitaba leer porque la materia de los libros está en la vida y él había vivido mucho. Parece que es de los que salen en la tele y venden libros por un tubo. ¡Ay, señor! Recuerdo los versos de René Char: “Es la superchería la que narra la fatiga del siglo”. Lo importante no es cuánta gente lee, sino qué lee la gente que lee. Si hubiera tanta gente que lee como gente que escribe, este país sería como el paraíso de Milton antes de que el vozarrón de un dios cabreado se inventara el capitalismo.
Las casas sin libros fueron poco a poco añadiendo a las paredes pequeñas estanterías con las novelitas del Oeste, los libros del Círculo de Lectores y la colección Reno de Plaza y Janés. También de la Editorial Molino, con las novelas de Agatha Christie y Erle Stanley Gardner. Gracias al Círculo pudimos ir construyendo nuestra pequeña biblioteca particular. Comprar a plazos y siempre con una excelente selección de títulos que nos iban abriendo puertas al conocimiento y sobre todo a una vocación lectora que nunca nos abandonaría.
Un dato curioso: en algunas entrevistas la pregunta obligada a quien escribe es si su libro lo ve adaptado para una serie televisiva. Y la mayoría responde que sí. Qué cosas. Allá cada cual con sus aspiraciones literarias. Lo que sé es que se escribe contra el mundo, nunca a favor. El mismo René Char, seguramente el poeta que más quiero, afirma: “No escribiré poemas de consentimiento”. Escribir es escarbar en un pozo lleno de tiburones. Lo demás es llenar páginas que son como los prospectos del Diazepam. No saben, quienes piensan que escribir es curar heridas, que los buenos libros no las curan y encima están llenos de efectos secundarios.
Fair The Book of Valencia. / Francisco Calabuig
Este domingo baja la persiana la Fira del Llibre de València. Público lector y quienes estuvieron ahí para firmar sus obras ocuparon el espacio hermoso de la luz mediterránea, una luz que borra las sombras de los tiempos oscuros en que reinaba a machamartillo la ignorancia. También, desde el respeto y la admiración más absolutos, lo he dicho y escrito muchas veces: no me gustan esas citas, me aturden, me descubro como un pequeño, insignificante pigmeo que sufre el paso lento y pausado de la multitud.
Sé que las librerías necesitan esa fiesta, que algunas de esas librerías sobreviven muchas veces gracias a ella. Y que hay colegas que disfrutan -firmen muchos libros o se coman los mocos- haciendo acto de presencia para defender dignamente lo que han escrito y publicado.
Pero yo casi nunca acudo a esas citas librescas. Sólo el 1 de Mayo, con mis amigos de la Librería Primado. A partir de ahora tampoco será posible porque Pepe Miralles se jubila y se augura el cierre definitivo de esa pequeña maravilla que heredó de Miguel Morata, otro de los incombustibles amantes de la literatura. Me encuentro, en esas celebraciones, fuera de lugar. Me escondo detrás de los montones de libros, me gustaría convertirme en invisible.
Es verdad que cuando acudo a la cita no me va mal, que tengo lectores y lectoras que siguen y aman mis libros. Pero lo paso fatal y se me nota en la cara esa sensación de estar meando fuera del tiesto, de ocupar un sitio que no me corresponde. Seguramente porque hasta la palabra “escritor” la siento demasiado grande para lo que hago.
Pienso en lo que Juan Carlos Onetti le confesaba a Ramón Chao en una entrevista para una televisión francesa: “Hay dos clases de escritores, los que quieren ser escritores y los que escriben”. Y añadía: “Yo soy de los que escriben”. También yo, querido maestro, me considero no un escritor sino simplemente alguien que escribe. Lo mismo, más o menos, lo encuentro en Cavafis: “Una escalera interminable / es el arte del poeta”. ¡Qué bien dicho, ¿no?! Casi nadie llega a la condición de escritor. Sólo unos pocos nombres que rozan el territorio de lo sagrado. Sólo unos pocos nombres. No más.
La casa de la calle Larga, en Gestalgar, está ahora forrada con libros. A veces tengo la sensación de que como en la Casa tomada, de Cortázar, me están echando a la calle. Que soy un okupa en territorio ajeno. Este año ni siquiera el 1 de Mayo pude estar con Pepe y Miguel -con su camiseta de Mazón dimissió bien a la vista- porque andaba por esas patrias mías que son tierras francesas y el Black Mountain Bossòst, el Festival literario que todos los años se celebra por estas fechas en ese mundo mágico que es la Val d’Aran.
Espero, eso sí, que la fiesta señera de los libros en València haya sido un acontecimiento de los que dejan huella. Eso espero de todo corazón. Eso espero. Y a por la próxima…
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